lunes, julio 06, 2009

Don Doro


Doroteo Estivens Cux llegó a la escuela como siempre treinta minutos antes de su hora.

Don Doro como lo llamaban sus alumnos desde siempre, recorría diariamente diez kilómetros desde su casa en el cerro hasta la escuela. El decía que ese era su momento para saludar a su Nahual. Ese día en el camino, que nunca era el mismo pero que alguna vez repetía, saludó con una respetuosa inclinación de cabeza a los ancianos que, acompañados de tres policías con uniforme raído y caras vagamente conocidas, se cruzaron con él. Corrió tras una pelota de tripa de coche escapada de un escondido campo de fut improvisado entre los árboles e intercambió puyas y bromas con los jóvenes que, como cosa extraña, lo detuvieron por varios minutos contándole las últimas noticias sobre las exhumaciones que se hacían tras la iglesia del pueblo. Luego se despidieron apresuradamente de él con una inclinación de cabeza y salieron corriendo.

Al llegar quedó sorprendido. La puerta estaba abierta, la luz encendida y todo el salón estaba vacío.

-¡Ala puta¡ – dijo por lo bajo – ¡nos robaron otra vez! – y se le llenaron los ojos de lágrimas. -¡Con lo que había costado equipar decentemente el salón multigrado de la escuela¡ se dijo sintiendo un revoltijo de rabia, tristeza e impotencia en el estómago.

Desde que había sido asignado a la Escuelaruralmixtadeautogestiònnùmero35 allá por los años de la guerra, se habían metido a robar a la escuela los soldados, los guerrilleros y ahora los borrachos y delincuentes poco comunes que la usaban como dormitorio ocasional. De pronto escuchó un ruido en la bodeguita y antes de que pudiera voltear, todo se puso negro. Se quedó quieto y se pegó todo lo que pudo a la pared. Escuchó pasos apresurados, algunas risas y ruidos como de papel rasgado. Un escalofrío de miedo se le metió en la espalda y se preparó para defenderse y a lo poco que quedaba en su salón.

Al rato cuando sus ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad, se encendió la luz y lo que vio lo dejó boquiabierto: un rótulo amarillo chillante frente a él. Lo segundo que vio fue a las dos muchachitas de corte que lo sostenían y luego, tras el arrugado rótulo de cartulina, un grupo de caras conocidas: los patojos que lo saludaban en el camino, los jugadores del equipo de fut de la aldea y tres hombres malencarados con uniforme de policía que le sonreían desde sus desdentadas bocas. Atrás de él una voz le susurró en quichè – Don Doro, debería haber venido tarde hoy, no nos dio tiempo de terminar-. Al voltear hacia el extraño y sonriente grupo al fin pudo leer lo que decía el cartel:

¡felis dia maestro doro!

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